Soya en la selva (o por qué las empresas desean tanto comprar la Amazonía)
En un mundo carnívoro y cada vez más poblado, ¿puede un plato de bistec ser uno de los motivos de la deforestación de la Amazonía?El avión aterrizó sobre una pista desolada y rodeada de sembríos de soya que se extendían hacia el horizonte de la selva de Brasil. El guía Kory Melby y yo éramos los únicos pasajeros. Allí no había un aeropuerto, tan sólo un hangar desierto que albergaba dos aviones pequeños. Las vigas estaban repletas de avecillas y sus cantos resonaban en el recinto de metal. Melby señaló un enorme elevador de grano que se erigía a la distancia. «Eso es Lucas», dijo, y se refería al municipio de Lucas do Río Verde, o lo que él llama El Jardín del Edén, una región en la profundidad de la Amazonía cuyo paisaje, antes salvaje, empieza a convertirse en un gran campo del cultivo.
Kory Melby tiene casi cuarenta años, una frente despejada, la mandíbula prominente y una barriga que exige al máximo sus camisas. Es un consultor agrícola independiente y un experto en cultivos de soya estadounidense. Ahora vive en la ciudad de Goiania, en el centro occidente de Brasil, y sus clientes son granjeros, gerentes de cooperativas, reporteros y cualquiera que necesite un guía sobre la agricultura de la zona. Se describe a sí mismo como un vikingo perdido y bendecido con una esposa y un hijo en este país. «Soy un fanático del Brasil y del [estado de] Mato Grosso –respondió a mi primer correo electrónico–. Mis amigos encarnan la historia del pionero exitoso. Marino llegó en 1988, cuando éste no era más que un asentamiento. Hoy es el alcalde de un pueblo de treinta mil habitantes en el “corazón de la soya” en el mundo».
Los amplios espacios abiertos son una nueva característica de este paisaje. El nombre Mato Grosso significa «jungla espesa», pero en los últimos años el estado sufre una de las deforestaciones más rampantes del planeta. Enormes áreas de terreno son allanadas para la crianza de ganado y para el cultivo de grano de soya, principalmente. Sin embargo, a la mayoría de brasileños esta región aún le suena a «patio trasero». Casi toda la población habita las ciudades de las costas, como Sao Paulo, donde viven más de veinte millones de personas. En el estado de Mato Grosso, que es una región mucho más grande que Chile, sólo hay tres millones de ciudadanos.
Cuando tramitaba una visa de turista para mi viaje, una mujer me atendió en el consulado. «¿Qué clase de trabajo va a hacer allí? Nadie va allá a hacer turismo», me dijo devolviéndome los formularios. En verdad, iba a Mato Grosso para observar lo que debía ser la primera línea en la marcha de la civilización, el lugar donde el tema épico del «hombre versus naturaleza» alcanzaba una terrible claridad: «En esta esquina, el monocultivo de soya a escala industrial; en la otra, la biodiversidad». Una frontera en medio de la selva. Y allí estaba yo, en la margen sur del río Amazonas, mirando sobre un mar de soya el pueblo de Lucas do Rio Verde. El corazón de la soya. El Jardín del Edén.
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La destrucción anual del bosque amazónico se calcula cada mes de agosto. El resultado se anuncia a un mundo acostumbrado a la idea de que su mayor selva tropical esté siendo borrada de la faz de la Tierra. La devastación es tan grande que se expresa en términos de países o de estados, y esas equivalencias sirven para que la escala de la catástrofe sea más fácil de comprender. Pero el efecto de las noticias parece atravesar un receso de preocupación, como si la selva pudiera seguir despareciendo de manera indefinida. Entre agosto del 2002 y julio del 2003 los satélites revelaron que más de dieciséis mil kilómetros cuadrados de bosque tropical (el tamaño de Nueva Jersey) se habían desvanecido. Al año siguiente, sucedió de nuevo. Otro año, otra Nueva Jersey que desaparece. Puf. Ahora se calcula que la quinta parte de la Amazonía se ha perdido por culpa del desarrollo humano.
Los sospechosos habituales de la deforestación de la Amazonía son la tala, y en mucho mayor medida la agricultura doméstica. ¿Pero cómo explicar el repentino y dramático incremento de la destrucción? En septiembre del 2003 The New York Times dio algunas respuestas en el reportaje «Acérrimo enemigo de la Selva Amazónica: La Soya». Por entonces, la mayor demanda de soya en el mundo llegaba desde China y Europa, y esto no tenía que ver con el aumento del consumo de insumos culinarios a base de soya como el tofú, el tempeh, la leche vegetal o el misó. A pesar de que la soya tiene una gran reputación como «carne de los pobres» y como alimento básico para vegetarianos, la mayor cantidad se consume en los corrales (como forraje para el ganado). Pero lo que la vuelve tan recomendable para engordar aves, cerdos y ganado vacuno de manera rápida y barata, también la hace apetecible para los vegetarianos: su altísimo contenido proteínico.
Europa demandaba más soya debido al temor que generaba la «Enfermedad de las Vacas Locas». Allí las leyes les prohibían a los granjeros que alimentaran sus rebaños con carne o huesos de animales, por lo que tuvieron que hallar un sustituto proteínico no-animal. China, que es el productor original de la soya, aumentó en diez veces sus importaciones de este producto debido al crecimiento del país y al cambio en los hábitos alimenticios de su población. Brasil era uno de los pocos lugares donde la agricultura podía expandirse para cubrir la nueva demanda mundial. Nada se interponía en ese objetivo excepto la selva. Y a decir verdad, ni siquiera eso. Grandes extensiones de tierra fueron destinadas a la producción de soya. Y de ese modo, dice el ecologista forestal Daniel Nepstad, el cultivo de esa planta ha «engrasado los rodajes» de la deforestación amazónica. Esto podría ser visto como parte de los patrones globales de consumo, de las señales de mercado que emanan los woks chinos y de las sartenes francesas que reverberan a través de la Amazonía en forma de árboles que caen.
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«Comiéndose la Amazonía» es un estudio de la organización ecologista Greenpeace que, en el 2006, presentó el problema con la eficiencia de quien expone tan sólo hechos: crimen, escena, criminales, cómplices. Los principales inculpados en ese documento son las corporaciones multinacionales ADM, Bunge y Cargill, que en conjunto controlan el comercio mundial de la soya. Cargill era acusada de haber construido ilegalmente una planta de soya en la ciudad portuaria de Santarem y de trasladar la agricultura industrial al corazón de la selva tropical. McDonald’s estaba en el banquillo por alimentar a sus consumidores europeos con pollo engordado con soya amazónica. Pero, en ese documento, el rostro real del mal era Blairo Maggi, el gobernador de Mato Grosso y el mayor productor individual de soya en el mundo.
Maggi es llamado por la prensa brasileña O Rei da Soja (El rey de la soya). Una foto en el informe de Greenpeace lo muestra caminando a trancos, arrogante y rodeado de aduladores. Sus ojos pequeños y vivaces punzan desde una cara redonda y abultada. Pero, más que su bestial aspecto, son sus declaraciones a la prensa extranjera las que lo han convertido en la personificación de la depravación ecológica. «Para mí, un aumento del cuarenta por ciento en la deforestación no significa nada, y no siento el menor remordimiento por lo que estamos haciendo –dijo a The New York Times–. Hablamos de un área mayor a Europa que apenas ha sido tocada, así que no hay de qué preocuparse».
Pocos políticos en el mundo son tan desdeñosos con los defensores del medio ambiente. En el libro El último bosque: La Amazonía en la era de la globalización, los periodistas Mark London y Brian Nelly registran una conversación que sostuvieron con el gobernador Maggi en el 2003. Blairo Maggi contaba que había solicitado a los ecologistas que conformaran una lista con sus candidatos favoritos para ocupar el puesto de secretario de Medio Ambiente y otra relación con los que aborrecían. «Estudié sus listas –recordaba Maggi en la conversación– y entonces elegí a mi secretario. A la persona que menos querían que pusiera en el cargo».
Dos años después, una operación federal desarticuló una organización de taladores ilegales. De las ochenta y cuatro personas arrestadas, la mitad trabajaba para la agencia ambiental responsable de hacer cumplir la restricción de la tala de árboles. Uno de los implicados era el ministro de Medio Ambiente de Maggi. Greenpeace, en un arranque teatral muy bien publicitado, le otorgó al gobernador el premio al más grande culpable de la deforestación de la Amazonía.
Pero quizá el principal motivo de optimismo en el norte de Mato Grosso apareció en plena carrera a las elecciones presidenciales del 2006. Maggi otorgó su apoyo al entonces presidente y candidato, Luiz Inacio Lula da Silva, a cambio de mil millones de reales, casi dos mil millones de dólares, para mejorar la inadecuada infraestructura del estado. El grueso de ese dinero se destinaría a pavimentar la carretera Cuiaba-Santarem (o BR-163), que en más de la mitad de su tramo aún es un camino afirmado. Esa vía, también conocida como La carretera de la soya, se vuelve un lodazal durante la época de lluvias, es decir, unos ocho meses al año. Los productores ven la finalización de las obras, que les ahorraría cientos de kilómetros de viaje rumbo a los puertos, como la piedra angular del desarrollo. Para los defensores del medio ambiente, sin embargo, esa carretera acabará con el bosque. La deforestación y los caminos siempre han marchado de la mano: la mayor devastación de la Amazonía ocurre a menos de cincuenta kilómetros de las pistas.
Una crónica de Patrick Joseph
Una crónica de Patrick Joseph
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