Era de temer. En reciente foro se les ocurrió a varios participantes que el futuro de Colombia pasa por la exportación de biocombustibles. Para quien aún lo desconozca -cosa que suele pasar en países, donde, como decía Mafalda, "lo urgente no deja tiempo para lo importante"-, los biocombustibles son productos agrícolas que, sometidos a un proceso industrial, se emplean para alimentar motores de explosión. En otras palabras: maíz, soya, palma, trigo y bagazo de caña -entre otros- que dejan de nutrir a seres humanos y, transformados en etanol, pasan a alimentar automóviles.
La propuesta de convertir a Colombia en exportador de biocombustibles -peligrosamente ignorante o siniestramente codiciosa- equivale a poner la lápida a nuestro ya deteriorado medio ambiente y hundir el país en una época de hambrunas capaces de conmover a los niños de Somalia. Hasta hace poco, Brasil era modelo de conversión a un novedoso sistema de ahorro de energía. Al ordenar que los motores de automóviles estuviesen acondicionados para funcionar con biocombustibles e invertir en la transformación de bagazo en etanol, nuestro querido vecino parecía haber encontrado la llave del Paraíso: menos gasto en gasolina, menos importaciones, menor contaminación y, por si la dicha fuera poca, empleo útil para basuras agrícolas.
Pero tanta felicidad no fue duradera. Apenas surgió la fiebre de los combustibles cultivables, por culpa del alza de precio del petróleo, las empresas se lanzaron a talar la selva amazónica y sembrar diversas especies agrícolas, especialmente soya y palma de aceite, a fin de generar comida de automóviles. El resultado esese sí- una hecatombe. Recomiendo a quien pueda hacerlo que lea el estremecedor informe de la revista Time del 14 de abril. Allí queda claro de qué modo el etanol, pese a su benévola imagen, "aumenta el calentamiento global, destruye las selvas y sube el precio de la comida". La fiebre del biocombustible, dice Time, está llevando al Brasil a la "sabanización", consistente en arrasar los bosques tropicales y sembrar plantas cuyo alcohol compita con el petróleo. Es una marea incontrolable. "Resulta imposible proteger la selva -dice un experto gringo en el Amazonas-: hay mucho dinero invertido en tumbarla".
Apenas el capital mete mano en el negocio, no hay quien lo pare: acabará talando hasta el último árbol para vender el último galón de combustible al último carro.
Los efectos ecológicos de esta destrucción son peores que los del humo de los motores. Se necesitarían 400 años de uso del biodiésel para compensar la menor emisión de gases. Pero para entonces ya no habrá selva, ni nada. El problema ambiental asusta, y más ahora, cuando se sabe que los cálculos de calentamiento global estaban equivocados y la situación es peor que lo temido. Pero donde primero se está notando es en el esencial derecho humano de comer. Junto con otros factores (mayor consumo en China e India, alteración del clima, especulación de las multinacionales del alimento), la destinación de cereales a mover carros en vez de dar pan a la gente ha producido alzas generales y aceleradas en el precio de la comida. Pululan en todos los continentes las protestas de los hambrientos (en Haití tumbaron al primer ministro) y la ONU dice que la carestía le impedirá alimentar este mes a 100.000 niños africanos que dependen de sus suministros para no fallecer de desnutrición. En recientes y diversos foros los expertos advierten que se avecinan años de escasez casi medieval.
A todas estas, quisiera plantear con todo respeto las siguientes preguntas: ¿Qué piensa nuestro Gobierno sobre los biocombustibles? ¿Forman parte de su menú de exportaciones? ¿Se plantea seguir estimulando la palma donde debería sembrarse comida? ¿Sabe que estamos al borde de una atroz crisis alimentaria?
Y un último interrogante: ¿tendrá respuestas para los anteriores?
NOTA: Esta columna fue escrita antes de que se conocieran los últimos y gravísimos escándalos de parapolíticos uribistas procesados.
Daniel Samper Pizano
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