domingo, 10 de mayo de 2009

RETRATO DE PAIS


Colombia: boceto para un retrato
Por: Héctor Abad Faciolince | Elespectador.com

Una revista mexicana les pidió a varios escritores del
mundo que hicieran un breve retrato de su país. Héctor
Abad Faciolince hizo uno sobre Colombia.
Colombia me parece un buen resumen del mundo. Una élite
prevalentemente blanca en el color de la piel, que
constituye un poco menos del 10% de la población total, que
vive en los climas más fríos y ocupa las tierras más
fértiles, es dueña del 80% de la riqueza general (las
minas, la agricultura, el ganado, los bancos, las
industrias) y controla el poder político. Otro 40% de la
población, un poco más oscura en su aspecto exterior,
trabaja duramente, más que para llegar a ser élite, para
no caer en la pobreza del otro 50% de la población, que
vive en las tierras más cálidas y menos fértiles o en las
partes más duras de las ciudades, que es negra, india,
mulata o mestiza, y que nunca está del todo segura de poder
comer o de tener agua limpia al día siguiente.

El primer mundo desarrollado (espejo de Europa, Estados
Unidos y algunas partes del Lejano Oriente) está
representado por esa élite de piel clara, que se aprovecha
de las materias primas y de la mano de obra barata del resto
del país. Viven bien, comen bien, estudian en los mejores
centros, tienen excelentes hospitales y se mueren de viejos.
La clase media, los pequeños empleados, algunos obreros con
buenos contratos, son el espejo de los países emergentes
como México o Brasil. El 50% de los pobres que apenas
sobreviven, se parecen a África, a las regiones y naciones
más pobres de Oriente, y también, por supuesto, a la misma
América Latina menos desarrollada. Así es el mundo, y
Colombia se parece mucho al mundo, en tamaño pequeño.

Recorrer Colombia es una bonita experiencia sociológica:
si uno empieza por el Norte, en el desierto de La Guajira,
podrá visitar la mezquita de Maicao, comer quibbes como los
del Líbano, ver mujeres de origen árabe con velo musulmán
y hasta deleitarse al postre con las waclavas de miel y
frutos secos. Si atraviesa las fértiles llanuras de
Córdoba, Bolívar y Sucre, encontrará inmensos hatos de
ganado Brahman, traído de la India hace más de un siglo,
con sus morros henchidos de grasa y carne, y con la
parsimonia envidiable de las vacas sagradas. Si se trepa por
la cordillera de los Andes encontrará valles alpinos con
ganado Holstein o Jersey, como en Suiza, Inglaterra o
Canadá, e incluso campesinos de ojos azules que ordeñan
las vacas y hacen queso en las montañas de Antioquia. Si se
hunde en las selvas del Chocó podrá sentirse en África de
repente, con unos negros grandes y dulces que llevan la
música por dentro y la pobreza por fuera,
aunque con gran dignidad. Si se atreve a internarse en las
selvas amazónicas, se sentirá en partes del Brasil, con
ríos inmensos y parsimoniosos, árboles innumerables, calor
intenso y bichos raros. Si va a los departamentos del Cauca
y Nariño, en el sur, podrá figurarse que está en Bolivia
o en Perú, con indios que vienen de ramas remotas de la
familia quechua, cuyo imperio se extendió hasta allí, pero
que hablan lenguas locales que Evo Morales no entendería.

Y en este viaje imaginario encontrará también, por
supuesto, aquello que se considera más típicamente
colombiano: plátanos y yuca en tierra caliente, cafetales y
pájaros en tierra templada, campos petroleros y minas de
oro y carbón explotadas en general por inmensas
transnacionales europeas o norteamericanas, plantaciones de
mata de coca con mafiosos que matan por defender las rutas
de su cocaína, guerrilleros salvajes que secuestran y
extorsionan, paramilitares sanguinarios como nazis, un
Ejército que no pocas veces comete crímenes tan horrendos
como los de los grupos ilegales, y un Estado que, según se
acerque o se aleje de las grandes capitales, es capaz de
controlar o no el territorio de la nación.

¿Qué nos falta en esta rápida descripción geográfica
del país? Dos largas costas, la del mar Caribe y la del
océano Pacífico, entre delfines y playas coralinas, hasta
tibias bahías escogidas por las ballenas que van y vienen
de los polos para hacer ahí, en el centro de su recorrido,
esos ruidosos y salvajes apareamientos que los humanos
llaman el amor. Algún puerto industrial, como Barranquilla,
donde judíos y árabes conviven y compiten por el comercio;
una ciudad de belleza legendaria, Cartagena de Indias, en
donde el centro se parece a Andalucía y la periferia a
Bangladesh; y por último el puerto más feo de todo el
océano Pacífico, Buenaventura, en donde la ventura está
siempre al borde de convertirse en desventura.

Colombia es también, como el mundo, un país de ciudades
en el que la mayoría de la gente vive en humeantes
conglomerados urbanos acromegálicos y no en el campo. Lo
distinto estriba en que, a diferencia de la mayoría de los
países de Hispanoamérica, la capital del país, Bogotá,
no se roba la casi totalidad de la población urbana, sino
que pululan las ciudades con más de un millón de
habitantes: Medellín, Cali, Barranquilla, Pereira,
Cartagena, Manizales. Salvo los puertos, la mayoría de
estas ciudades (y por ende de la población del país) está
en las cordilleras, en altos valles o en altísimos
altiplanos. El motivo es muy simple: el clima duro del
trópico, la humedad y los insectos de las tierras bajas se
soporta mucho mejor en la altitud de las montañas. Por eso
tenemos un país muy extenso, pero al mismo tiempo muy
densamente poblado en la cordillera y casi desierto en las
llanuras y en las selvas.

El 98% de los colombianos hablamos en castellano. Las
variedades de nuestro español dependen de si estamos cerca
del mar, de cara al mundo, o aislados en las montañas, pero
en general podría decirse que, quizá por estar nuestro
país a mitad de camino entre el Río Grande del norte y el
Río de la Plata, nuestro castellano tiene una cadencia
bastante comprensible para casi todos los que viven en el
ámbito de la lengua. A esta aparente neutralidad de nuestra
variedad lingüística se debe tal vez ese lugar común que
dice que hablamos el español más hermoso y correcto de
América.

La política nos apasiona, como a los ciudadanos de
cualquier parte del mundo, y también tenemos la ilusión de
que la vida depende del cambio ritual de los gobernantes.
Desde hace más de seis años nos gobierna un terrateniente
antioqueño de baja estatura, ojos claros y buenos modales
(aunque los pierde con facilidad cuando se enoja, y se enoja
mucho). Un requisito tácito para pertenecer a su gabinete
es haber padecido secuestros o asesinatos a manos de la
guerrilla. Muchos de sus ministros han tenido esa trágica
experiencia, en la propia piel o en la de familiares y
amigos muy cercanos. Eso los hace odiar, con razón, a las
Farc, empezando por el primer mandatario, cuyo padre fue
asesinado por esta banda de narcotraficantes que se hace
pasar por guerrilla revolucionaria. Bueno, es ambas cosas,
una guerrilla degradada a mafia que no deja por eso de ser a
ratos una guerrilla con ideales rebasados por la historia.
Uribe fue elegido por la mayoría de
los colombianos para derrotar a ese grupo, las Farc, del
cual el 95% de la población estaba harto. Lo ha logrado en
parte, pero a costa de perdonar demasiado a los
paramilitares y a costa de gastarse la mejor tajada del
presupuesto en fortalecer al Ejército.

Casi nadie, ni yo mismo, se opone a que derrote a la
guerrilla. El problema es que al hacerlo se descuida lo más
grave para nuestro desarrollo: la desigualdad y la miseria.
Del 50% de la población pobre, de su condición inhumana,
sale cada año apenas un porcentaje ínfimo, aunque
constante. El agua sigue siendo impotable incluso en algunas
de las regiones más lluviosas del mundo. No tenemos ni una
sola autopista en todo el país. La educación pública es
de muy mala calidad y no es universal. La gente desplazada
del campo por la guerra se hacina en las ciudades en
condiciones de vivienda y de vida intolerables. El
Presidente reza rosarios en público y no está muy
interesado en el control de los nacimientos. Pero aquello
para lo que fue elegido, aquello que prometió —derrotar a
las Farc—, lo está cumpliendo, y por eso la mayor parte
de la población lo apoya todavía con un fervor religioso.

Escribimos libros, hacemos unas cuantas películas al año,
ganamos una o dos medallas de bronce en los Juegos
Olímpicos, somos buenos escaladores en ciclismo y tenemos
una selección de fútbol que teme mucho hacer goles.
Tenemos dos o tres cantantes populares que el mundo adora,
aunque a mí no me entusiasmen. Nuestros tres escritores
más grandes, en todos los sentidos de la palabra grande,
viven en México (García Márquez, Mutis y Fernando
Vallejo), como si el aire impuro del D.F. fuera fecundo para
su prosa. Tenemos unos cuantos museos no muy buenos, pero de
vez en cuando surgen grandes talentos aislados en la ciencia
o en el arte. Somos unos 44 millones los que seguimos
viviendo aquí, y otros 4 viven repartidos por el mundo,
sobre todo en Venezuela, Europa y Estados Unidos. El país
es muy verde y su naturaleza no es nada pobre. Medellín, la
ciudad en la que vivo, no es la peor de América Latina ni
tampoco la más violenta, por mucho que en
años anteriores haya sido la capital mundial de la mafia.
Pasamos de 6.500 asesinatos al año a 650, y por eso nuestra
tasa de homicidios es inferior a la de Caracas, a la de
México e incluso a la de Washington..

No somos ni el infierno ni el paraíso. Somos un purgatorio
que intenta arrancar almas de la perdición y aspira a
seguir, aunque muy despacio, a un paso desesperantemente
lento, el camino del progreso que otros llaman cielo.

No hay comentarios: