Por Ernesto Semán
desde Nueva York
A primera vista, la idea de Hugo Chávez de que Colombia se convirtió en el “Israel de América latina” es seductora: si hacia el final de la Guerra Fría Israel se consolidó como un bastión político y militar de Estados Unidos en una zona que le resultaba hostil, en los últimos años Colombia emergió como el enclave político y (crecientemente) militar más fuerte del gobierno norteamericano en la región.
El hecho de que ambos países, junto a Egipto, sean los tres mayores receptores de ayuda militar norteamericana hace la comparación más verosímil. Y se hace más creíble aún con el hecho de que algunos paramilitares colombianos se hayan entrenado en Israel durante los ’90, y de que mercenarios israelíes haya entrenado fuerzas militares en Colombia durante el mismo período.
Para peor, ayer, mientras el presidente venezolano hacía su comparación, algunos oyentes de la radio pública de Nueva York llamaban a los programas de matiné convencidos de que esta era una gran oportunidad para que Estados Unidos interviniera abiertamente en la región “y se saque de encima a Chávez”. Como para alimentar analogías, todo esto pasaba mientras el conflicto con las FARC era explicado por un especialista (las universidades norteamericanas tienen un particular diseño por el cual producen cantidades de especialistas exactamente a la medida de las prioridades de la política exterior del país), el New York Times describía la militarización de Chávez con un detalle que excede la capacidad investigativa de un diario, Colombia denunciaba que las FARC planeaban ataques con armas de destrucción masiva y el presidente Bush recordaba, como si hiciera falta, que no abandonaría a Colombia.
¿Cuáles son los requerimientos para que Estados Unidos le otorgue a un país esa posición privilegiada de enclave? Estar situado en un lugar que Estados Unidos considere hostil y estratégico, ser (o haberse convertido en) un Estado necesitado de ayuda externa para subsistir, con una legitimidad disputada dentro y en los bordes mismos del Estado, y padecer una amenaza militar real o aparente que justifique, bajo ciertos principios, una reacción mucho mayor.
Es quizás este último punto el que puede tornar ambas situaciones similares: por un lado, la búsqueda de Estados Unidos de espacios en los que poner en acción una superioridad militar clara que reemplace, con alianzas bilaterales desiguales, el monopolio del jus belli (el derecho a iniciar una guerra) que antes recaía, en mayor o menor medida, en las Naciones Unidas. Y por el otro, la posibilidad de que las acciones militares sean infinitamente desproporcionadas respecto del peligro que supuestamente las provocó.
Se trata de algo reciente, que marca tanto el final de la Guerra Fría (y la competencia entre dos potencias por ese jus belli), como el crecimiento dentro de Estados Unidos de los neoconservadores, que desde el 2000 marcan buena parte de la política exterior de este país, sobre todo tras los atentados terroristas de 2001. Norman Podhoretz, uno de los fundadores del pensamiento neoconservador, recuerda que un elemento común a este grupo durante los ’60 (cuando ni siquiera existía como tal) era la crítica a Estados Unidos por su escaso apoyo a la consolidación del Estado de Israel. “Lo que nos diferenciaba de otros conservadores era que veíamos a Israel como un lugar altamente vulnerable, relacionado con Occidente en un lugar estratégico y vital en la lucha contra la Unión Soviética... El apoyo entusiasta (de los neoconservadores) a Israel no tenía tanto que ver con que muchos de ellos eran judíos como al hecho de que eran anticomunistas.”
Desde entonces, Podhoretz y los neoconservadores pasaron de la protesta marginal a controlar buena parte de la política norteamericana. Hoy son los neoconservadores los que diseñan las prioridades del Pentágono, son columnistas habituales del New York Times, y tienen un peso que nunca tuvieron en diseñar la agenda pública del país.
El ataque de Israel al Líbano en 2006 fue un caso típico de esta nueva situación de hegemonía neoconservadora: el uso y abuso de una acción condenable (el asesinato de dos soldados israelíes y el secuestro de otros ocho) para desplegar una acción militar mucho más amplia, que estaba a la espera de ser implementada. Como Bush señaló claramente en los días posteriores al ataque, la crisis presentaba “una oportunidad” para vincular la campaña militar israelí con “el objetivo de la guerra contra el terrorismo”.
La utilización de una situación crítica para desarrollar una acción desproporcionada (en términos de la crisis en sí y de la relación de fuerzas militares entre las partes) podría ser el centro de la comparación. Claro, si Estados Unidos y Colombia hubieran reaccionado de esa manera. La enorme militarización de Colombia bajo el auspicio del Plan Colombia desde el 2000, la presencia masiva de militares y agentes de inteligencia norteamericanos, la definición de un enemigo tan genérico que justifica una variedad de causas y recursos y cronogramas, y los consistentes esfuerzos del gobierno de Uribe por sabotear tanto el proceso de paz como el lugar que Chávez ocupa en el mismo, son todos elementos que contribuyen a la comparación con Israel.
El detalle es que Colombia en este caso ha sido el provocador (boicoteando el proceso de paz e incursionando en un territorio extranjero) y su reacción ante la respuesta de Venezuela y Ecuador está por verse. Si Estados Unidos se involucra decididamente y Colombia radicaliza en el corto plazo su acción militar, Chávez habrá demostrado una capacidad de anticipación notable y su despliegue de tropas en la frontera deberá ser leído de otra forma.
Hay, con todo, una gran variedad de elementos que conspiran contra la chance de que Colombia sea Israel... y una de las más importantes es que América latina no es Medio Oriente. No sin problemas, la estabilidad de las instituciones de la región y la relativa escasez de movimientos radicalizados que no puedan ser contenidos dentro de los procesos democráticos (salvo, claro está, Colombia) deja poco margen para las reacciones en cadena. Y si la guerra contra la droga tiene sus similitudes con la guerra contra el terrorismo, también es cierto que la debilidad política de Estados Unidos en esta última es mucho mayor. La variedad de estrategias disponibles en Ecuador, Bolivia y Perú y las alianzas imaginadas con Brasil, Paraguay y Argentina parecen haberse esfumado. Sin abusar del optimismo, es precisamente eso lo que deja un margen para pensar en comparaciones más felices: el refugio en el fuerte bastión colombiano, con lo imponente que éste aparezca, no deja de ser el resultado de un repliegue dentro de la región.
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