jueves, 24 de enero de 2008

explotacion animal

Matar, desposeer y quitar la vida a los animales es un tremendo negocio. Muchas personas están convencidas de que la matanza de animales es un hecho imposible de evitar. Piensan así por hábito y por tradición. Han sido condicionados a aceptar que los animales de las granjas se crían con diversas atenciones, van a los mataderos con resignación y son convertidos al final en filetes sin soltar un gemido o, a lo sumo, unos pocos.

La explotación y asesinato de animales es un negocio sobrecogedor. Todo él es revulsivo, macabro y horrendo. Muchos creen que los animales han sido creados para la matanza y el alimento del ser humano. Son varias las razones por las que una persona puede pensar esto, pero ésta debería dar un pasito hacia delante y ver lo que en realidad está sucediendo cuando ingiere animales.

Los negocios ganaderos tienen un único objetivo, el máximo beneficio con los mínimos gastos. Ninguna moral acompaña a sus actos. La armonía con la tierra, el equilibrio ecológico y el amor por la Tierra y sus criaturas no cuentan para nada: no dan ganancias. Las “granjas-fábrica” exigen cada día mayor rapidez, animales más voluminosos, menor coste de alimentación por cabeza de ganado y mayores beneficios. Los animales, para los negociantes ganaderos, no son más que números y dinero.

El transporte también es una experiencia terrible. Para el transportista de animales el tiempo es dinero. Ya no sorprende a nadie que en los días de calor sofocante o de temperaturas bajo cero mueran algunos animales. Otros mueren de miedo. Los animales contraen la “fiebre del transporte”, un tipo de pulmonía que mata al un uno por ciento de ellos. Algunos animales llegan con los pulmones destrozados y con otras heridas debidas al traslado y poco espacio de que disponen. Las heridas y muertes disminuyen los beneficios, pero aún así, muchos ganaderos prefieren meter más animales por camión si les sale más a cuenta. Cuando acaba el transporte comienza la angustia y el estrés. Los animales transportados a naves de engorde, confusos y amedrentados por el trato recibido y el primer cambio de hábitat, tienen que atravesar pasillos en los que son rociados de insecticidas, para ser posteriormente castrados, descuernados, marcados e inyectados con diferentes productos químicos.

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